No siempre es igualmente fácil ese instante en que nos encontramos ante una puerta. Con frecuencia asaltan algunas dudas o se consolidan algunos temores. Titubeamos, quizá, antes de hacer sonar el timbre o de golpear con nuestros nudillos. O de introducir la llave. Por fin, hemos llegado. Pero no siempre esperamos encontrar las condiciones que soñamos, que buscamos, que deseamos, que necesitamos.
Podría ocurrir que tras el umbral se abriera un vacío, un abismo o un silencio, algo que nos abordara con cierta violencia. Nos atemoriza pensar que alguien sin rostro, sin palabra, aguarda hierático como solo nada o nadie podría esperarnos. Y dudamos si arriesgar o huir.Así se explica esa distancia que en ocasiones se interpone o se crea entre el fin del trabajo y la llegada a casa, entre la última ocupación y ese encuentro que no sabemos si precipitar o postergar. Y toda una celebración de la demora adopta múltiples y variadas formas. E inventamos buenas razones para retrasar esa llegada, porque la puerta es un acceso a tareas bien conocidas, pero también conforma el enigma de lo imprevisible. Antes de abrirla, es difícil sustraerse al recuerdo de aquellas ocasiones en que la hemos cerrado o nos ha sido cerrada.
Un portazo no es solo contundente o brusco, un portazo es, en ocasiones, definitivo. La puerta comporta tanto el gesto de abrir como de cerrar, es tanto acceso como clausura. Por eso, a veces, cuesta tanto salir. O entrar.De pie, ante la puerta, espejo opaco, lápida infranqueable, o quizá acceso a otra vida llena de ocasiones y de afectos, nos detenemos. A su lado, alineadas, otras puertas nos alejan de vidas próximas y ocultas, de seres cercanos distantes, de mundos tan ruidosos como inauditos, los de los otros, en sus habitáculos, en sus estancias, en sus casas.
En general, las puertas son tristes, hasta las más agradables. Desearíamos que fueran más franqueables, incluso que no fueran necesarias, que el dintel fuera un arco, un trenzado, una salutación. Resultaría sano que antes de traspasar su umbral contuviéramos el aliento o el paso, siquiera de nuestra alma, de nuestro corazón. No para vislumbrar lo que nos espera, sino para preferir entrar y confirmar que estamos dispuestos a aportar. Solo así llegaremos de verdad. Nada interesante se encuentra tras la puerta si somos indiferentes para con ello, si nosotros mismos al acceder al interior no tenemos que ver con él, con que resulte más o menos agradable. Y si no es así, porque ya todo está acabado, es como es, más vale reconocer que ese sitio no es ya el nuestro. Pero tal vez al llamar alguien salte a nuestro cuello, o nos abrace o nos acoja. O un sereno silencio nos abrigue. Y entonces la puerta es la puerta de casa.
Revista Psychologies, Ángel Gabilondo, Julio 2008
No hay comentarios:
Publicar un comentario